LOS CUARENTA
Recuerdo a mi madre despotricando
contra el pie de foto de un periódico en Managua:
«Anciana de 43 años, muere atropellada por un camión».
No les bastaba con que hubiera sufrido la muerte —decía—
encima la insultaban tachándola —tan joven— de anciana.
Mi madre, por ese tiempo, tendría la misma edad.
Y decía no sentirse vieja.
Yo la miraba con un poco de sospecha.
A los veinte, los cuarenta suenan remotos
y ciertamente a óxido y decrepitud;
¡cuánto engaño pueden encerrar los números!
Cuando me veo forzada a decir mi edad,
soy la primera que duda
que el número de años me corresponda.
Después de juventudes de angustia,
sé quién soy, lo que quiero
y el precio que estoy dispuesta a pagar por conseguirlo.
Me pregunto si, obligadas a temer el medio de la vida,
pasemos por alto el momento de equilibrio de la balanza:
el instante mágico
en que los astros de la vida se alinean
y, equidistantes el pasado y el futuro,
nos tornamos leves, aladas
prestas para danzar
tan sólo por el inefable placer de movernos
y saber que cada movimiento nos pertenece.
Se me ocurre que hay que correr la voz:
¡Mujeres cuarentonas, uníos!
Vámonos de nuevo al bosque
y a la luz de la luna
bailemos otra vez las danzas paganas
de las antiguas
y sabias
brujas.